Al revisar la lista de lecturas que cita el diplomado que mi querida amiga Aída Torres me manda desde Valparaiso, encuentro una bellísima contribución que hace Homi K. Bhabha sobre la problemática cultural. Sin duda que para el estudio del patrimonio ya construido y su consecuente conservación, este es un capítulo importante. Pero si lo trasladamos a mi país, donde se pretende una revolución cultural, por lo menos anunciada, el asunto que siempre se despliega en el espacio que queda entre las culturas que se confrontan, los conceptos que se han esgrimido, los puentes que se pretenden o que se cortan, son todos desafíos que hay que empezar a plantear. Ahora recién comprendo por qué declara Simón Yampara que no cree en la multiculturalidad o cómo es que occidente se entrampa en los conceptos y no puede salir libremente de sus extensiones
Que mejor tema para esta fecha emblemática que dar a conocer esta contribución que aparece en el libro: Cuestiones de Identidad Cultural compilado por Stuart Hall y Paul du Gay de Amarrortu Editores del año 1996.
4. El
entre-medio de la cultura
Homi K.
Bhabha
Un cambio reciente en la
escritura de la crítica cultural ha hecho que la prosa resulte más sencilla, menos
adornada con la utilería de la puesta en escena de la argumentación.
Donde antaño las «citas
amedrentadoras» engalanaban el texto con la frecuencia de las guirnaldas en una
boda india, hoy las celebraciones semióticas y posestructuralistas guardan
mayor sobriedad. Los «ismos» y las «idades»[1]
—esas colas que meneaban el dogma de la religión crítica— ya no dan origen a
nuevos paradigmas o problemáticas. La muerte del autor o el entierro de la
intención son sucesos que no provocan más escándalo que la visión de una
carroza fúnebre en un suburbio de Palermo.
Las prácticas críticas que
procuraban destotalizar la realidad social demostrando las micrologías del
poder, los diversos lugares de enunciación del discurso, el desprendimiento y
deslizamiento de los significantes, han quedado súbitamente inermes.
Tras haber relajado la
vigilancia, con la esperanza, quizá, de que los modos intelectuales que
intentábamos promover hubieran pasado al discurso común de la crítica, ahora
nos sorprenden con la guardia baja. Privados de nuestros recursos escénicos, se
nos pide que encaremos sin ambages toda la realidad de la idea de «Cultura»: el
concepto cuya dominación creíamos haber disuelto en el lenguaje de las prácticas
significantes y las formaciones sociales. Este no es un orden del día elegido
por nosotros; los términos del debate ya están prefijados, pero en medio de las
guerras culturales y las maniobras en torno del canon no podemos escondernos
bajo las faldas de la aporía y protestar histrióricamente que no hay nada fuera
del texto. En estos días, cualquiera sea el lugar hacia el que dirija la vista,
me descubro mirando a los ojos a un oficial de reclutamiento —a veces se parece
a Dinesh D'Souza, otras a Robert Hughes—, que me observa intensamente y dice: «¡La
civilización occidental te necesita!». Al mismo tiempo, una débil vocecita
dentro de mí susurra: «¡La teoría crítica también te necesita!».
Lo que hoy está en discusión
no es la noción arnoldiana esencializada o idealizada de la «cultura» como un
montaje arquitectónico de lo hebreo y lo helénico. En medio de las guerras
multiculturales nos encontramos sorprendentemente más cerca de una idea de Notes
towards the Definition of Culture, en la que T. S. Eliot demuestra una
cierta inconmensurabilidad, una necesaria imposibilidad, cuando se trata de
pensar la cultura. Enfrentado a la fatal noción de una cultura europea autónoma
y a la idea absurda de una cultura incontaminada en un solo país, Eliot escribe:
«Nos vemos, por lo tanto, en la urgencia de mantener el ideal de una cultura
mundial, pero admitimos a la vez que somos incapaces de imaginarla. Sólo
podemos concebirla como el término lógico de las relaciones entre culturas».[2]
La
fatalidad de pensar las culturas «locales» como incontaminadas o autónomas nos
obliga a concebir culturas «globales», algo que en sí mismo es inimaginable.
¿Qué clase de lógica es
esta?
Me parece significativo que
Eliot, en este punto irresoluble de su argumento, apele a la problemática de la
migración colonial. Aunque escribe en líneas generales sobre las sociedades
coloniales en términos de los colonizadores, sus palabras tienen una resonancia
irónica en la condición contemporánea de la migración tercermundista: «Las migraciones de los
tiempos modernos (...) se trasplantaron de acuerdo con cierta determinación
social, religiosa, económica o política o alguna mezcla peculiar de estas.
Por lo tanto, hubo en los
desplazamientos algo de naturaleza análoga al cisma religioso. La gente llevó
consigo sólo una parte de la cultura total (...) La cultura que se desarrolla
en el nuevo suelo debe ser, en consecuencia, desconcertantemente parecida y
diferente de la cultura madre: se complicará a veces debido a las relaciones de
todo tipo que se establezcan con alguna raza nativa y, además, a causa de la
inmigración que no proceda de la fuente original. De este modo, aparecen tipos
singulares de simpatía y choque entre culturas».[3]
Esta cultura «en parte»,
esta cultura parcial, es el tejido contaminado pero conectivo entre
culturas: a la vez imposibilidad de la inclusividad de la cultura y límite
entre ellas. Se trata de algo así como el «entre-medio» [«In-between»]
de la cultura, desconcertantemente parecido y diferente.
Para alistarnos en la
defensa de esta naturaleza «no doméstica», migratoria y parcial de la cultura
debemos dar nueva vida al significado arcaico de «lista» [«list»] como «límite» o «frontera». Una vez
hecho esto, introducimos en las polarizaciones de liberales y liberacionistas
la idea de que la traducción de culturas, ya sea asimiladora o agonística, es
un acto complejo que genera afectos e identificaciones fronterizos, «tipos
singulares de simpatía y choque entre culturas». La singularidad de la
presencia parcial y hasta metonímica de las culturas radica en la articulación
de las divisiones sociales y desarrollos desiguales que perturban el auto reconocimiento
de la cultura nacional, sus horizontes ungidos de territorio y tradición.
El discurso de las minorías,
defendido y atacado en las guerras multiculturales, propone un sujeto social constituido
mediante la hibridación cultural, la sobre determinación de las diferencias
comunitarias o grupales y la articulación de la semejanza desconcertante y la
divergencia trivial.
Estas negociaciones
fronterizas de diferencia cultural a menudo violan el compromiso profundo del
liberalismo con la representación de la diversidad cultural como elección plural.
Los discursos liberales sobre el multiculturalismo experimentan la fragilidad
de sus principios de «tolerancia» cuando intentan refrenar el apremio de la revisión.
Al abordar la demanda multicultural, tropiezan con el límite de su noción
consagrada de «igual respeto»; y reconocen con ansiedad la reducción de la
autoridad del Observador Ideal, una autoridad que supervisa los derechos (e
ideas) éticos de la perspectiva liberal desde la plataforma superior de los
autobuses de Clapham. Al contemplar los compromisos de la cultura liberal
tardía con la cultura migratoria y parcial de las minorías, debemos modificar
nuestra percepción del terreno donde podemos comprender mejor los debates. En
este caso, nuestra comprensión teórica —en su sentido más general— de la «cultura
como diferencia» nos permitirá captar la articulación del espacio y el tiempo
fronterizos y no domésticos de la cultura.
¿Dónde podría encontrarse
esta comprensión?
Pese a su susceptibilidad al
consenso, por la cual es tan criticada, la obra de Jürgen Habermas sugiere algo
del asediado terreno de la cultura frente a la diferenciación social. Una vez
que renunciamos al sentido universalizador del «sujeto autorreferencial en gran
escala, que engloba a todos los sujetos individuales», indica Habermas, la
riesgosa búsqueda de consenso resulta en el tipo de diferenciación del mundo de
la vida cuyos síntomas más evidentes son la pérdida de sentido, la anomia y las
psicopatologías.[4] Como consecuencia, «las causas de las patologías sociales que antaño se
agrupaban en torno del sujeto de clase se desmigajan hoy en contingencias
históricas ampliamente fragmentadas».[5] El efecto de esta fragmentación —la diferencia migratoria, una vez más—
produce las condiciones de una «red de intersubjetividad de tejido cada vez más
fino, generada por el lenguaje. La racionalización del mundo de la vida implica
una diferenciación y condensación a la vez, un engrasamiento de la red flotante
de hilos intersubjetivos que al mismo tiempo mantienen unidos los componentes
cada vez más marcadamente diferenciados de la cultura, la sociedad y la persona
».[6]
El multiculturalismo —un
término comodín para designar desde el discurso de las minorías hasta la
crítica poscolonial, desde los estudios gays y lésbicos hasta la ficción chicana—
se ha convertido en el signo más cargado para describir las contingencias
sociales fragmentadas que caracterizan la Kulturkritik contemporánea. Lo
multicultural es ahora un «significante flotante» cuyo enigma está menos en sí
mismo que en sus usos discursivos para señalar procesos sociales en los cuales
la diferenciación y la condensación parecen producirse de manera casi
sincrónica.
Para criticar los términos
en este terreno ampliamente discutido y hasta contradictorio, es necesario
hacer algo más que demostrar las inconsistencias lógicas de la posición liberal
cuando debe enfrentarse a creencias racistas.
El conocimiento prejuicioso,
racista o sexista, no corresponde a la «reflexividad» ética o lógica del sujeto
cartesiano.
Se trata, como señaló
Bernard Williams, de «una creencia que se pone en guardia contra la reflexión».
Exige un «estudio de la irracionalidad en la práctica social (...) más
detallado y sustantivo que las consideraciones esquemáticas de la teoría
filosófica».[7] Los multiculturalistas comprometidos con la objetivación de las
diferencias sociales y culturales dentro de un socius democrático deben vérselas
con una estructura del «sujeto» constituida en el «campo proyectivo» de la
alienación política.[8]
Como escribe
Etienne Balibar, el lenguaje identificatorio de la discriminación funciona
invirtiendo los términos: «la identidad racial/cultural de los "verdaderos
nacionales" sigue siendo invisible, pero se infiere de (...) la
visibilidad cuasi alucinatoria de los "falsos nacionales": judíos,
"tanos", inmigrantes, indios, nativos, negros».[9]
Así construido, el
conocimiento prejuicioso siempre es incierto y está en peligro, pues, concluye
Balibar, «el hecho de que los "falsos" sean demasiado visibles
nunca garantizará que los "verdaderos" lo sean lo suficiente».[10] Esta es una de las razones por las cuales los multi-culturalistas empeñados
en constituir identidades minoritarias no discriminatorias no pueden hacerlo
afirmando simplemente el lugar que ocupan o retornando a un origen o pretexto auténtico
y «no marcado»: su reconocimiento exige la negociación de una peligrosa
indeterminación, dado que la presencia demasiado visible del otro confirma al
sujeto nacional auténtico pero nunca puede garantizar su visibilidad o verdad.
La inscripción del sujeto minoritario en algún lugar entre lo demasiado
visible y lo no suficientemente visible nos devuelve a la idea de la
diferencia cultural y la conexión intercultural de Eliot como algo que está más
allá de la demostración lógica. Y exige que el sujeto discriminado, aun en
el proceso de su reconstitución, se sitúe en un momento presente que es
temporariamente disyuntivo y efectivamente ambivalente. «Demasiado tarde. Todo
está previsto, cuidadosamente considerado, demostrado, aprovechado al máximo.
Mis manos trémulas no se afirman en nada: la veta está agotada. ¡Demasiado tarde!».
Resulta claro que Franz Fanón habla desde esta brecha temporal[11]
en el
lugar de la enunciación y la identificación, dramatizando el momento del
reconocimiento racial. El sujeto o la comunidad discriminados ocupan un momento
contemporáneo que es históricamente inoportuno, postergado para siempre.
«Llegas demasiado tarde, extremadamente tarde. Siempre habrá un mundo —un mundo
blanco— entre tú y nosotros (...) Frente a este anquilosamiento concreto (...)
es comprensible que haya podido decidirme a lanzar mi grito negro. Poco a poco,
extendiendo pseudópodos aquí y allá, segregué una raza».[12]
En contraste, la dialéctica
liberal del reconocimiento llega, a primera vista, justo a tiempo. El sujeto
del reconocimiento se ubica en un espacio sincrónico (como conviene al
Observador Ideal) desde el cual vigila el campo de juego parejo que Charles
Taylor define como la quintaesencia del territorio liberal: «la presunción de
igual respeto» por la diversidad cultural. La historia nos ha enseñado, sin embargo,
a desconfiar de las cosas que funcionan con puntualidad, como los trenes. No
queremos decir que el liberalismo no reconoce la discriminación racial o
sexual: estuvo a la vanguardia de esas luchas. Pero de su idea de la igualdad
se desprende un problema recurrente: el liberalismo contiene un concepto no
diferencial del tiempo cultural.
Cuando el discurso liberal
intenta normalizar la diferencia cultural, convertir la presunción de igual
respeto cultural en el reconocimiento de una igual valía cultural, no reconoce las temporalidades
disyuntivas y «fronterizas» de las culturas minoritarias y parciales. La
intención de compartir la igualdad es genuina, pero sólo en la medida en que
partamos de un espacio históricamente congruente; el reconocimiento de la
diferencia se siente con autenticidad, pero en términos que no representan las
genealogías históricas, a menudo poscoloniales, que constituyen las culturas
parciales de la minoría.
Así lo expresa Taylor: «La lógica subyacente a
algunas de estas exigencias [multiculturales] parece depender de la premisa de
que debemos respetar por igual a todas las culturas (...) La implicación parece
ser que (...) los juicios verdaderos de valor de diferentes obras pondrían a
todas las culturas más o menos en un pie de igualdad. Desde luego, el ataque podría
provenir de un punto de vista neo nietzscheano más radical que cuestionara el
status mismo de los juicios de valor (...) Como presunción, se afirma que todas
las culturas humanas que animaron sociedades enteras a lo largo de lapsos considerables
tienen algo importante que decir a todos los seres humanos. Lo he expresado de este
modo para excluir medios culturales parciales dentro de una sociedad, así
como fases breves de una cultura mayor».[13]
Y una vez más: «En el mero nivel humano,
podríamos aducir la razonabilidad de suponer que las culturas que
proporcionaron su horizonte de sentido a gran cantidad de seres humanos,
de diversos caracteres y temperamentos, durante un período prolongado (...)
tienen casi con seguridad algo que merece nuestra admiración y respeto» (las
bastardillas son mías).
Naturalmente, la
desestimación de culturas parciales y el énfasis en grandes cantidades y
períodos prolongados están desfasados de las modalidades de reconocimiento de las
culturas minoritarias o marginadas. El hecho de basar la presunción en
«sociedades enteras a lo largo de lapsos considerables» introduce un criterio
temporal que elide el presente disyuntivo y desplazado a través del cual la irrupción
de las minorías interrumpe e interroga la pretensión de homogeneidad y
horizontalidad de la sociedad democrática liberal. Pero esta noción de tiempo
cultural funciona en otros planos, además del nivel de la semántica o el
contenido. Veamos cómo sitúa este pasaje al observador: cómo permite a Taylor
convertir la presunción de igualdad en juicio de valor. La cultura parcial y
minoritaria hace hincapié en las diferenciaciones internas, los «cuerpos
extraños» en medio de la nación, los intersticios de su desarrollo desigual y
desparejo, que desmienten su carácter autónomo. Como lo sostiene brillantemente
Nicos Poulantzas, el Estado nacional homogeneiza las diferencias controlando el
tiempo social «por medio de una única medida homogénea, que sólo reduce las
múltiples temporalidades (. . .) codificando las distancias entre ellas».[14]
Esta
conversión del tiempo en distancia es observable en la forma como el argumento
de Taylor produce un binario espacial entre las sociedades totales y parciales,
un término como principio de la negación del otro. Se desautoriza la doble
inscripción de la parte en el todo o la posición minoritaria como el afuera del
adentro.
No obstante, algo de esta
«parte en el todo», la minoría como liminalidad interna y a la vez «cuerpo
extraño», se registra sintomáticamente en el discurso de Taylor. Su mejor
descripción es el deseo de lo «dialógico», un término que este autor toma de
Mijail Bajtin. Pero Taylor despoja a lo «dialógico» de su potencial de
hibridación. El síntoma más revelador de ello es que a pesar de su «presunción
de igualdad», siempre presenta la posición multicultural o minoritaria como una
imposición procedente del «exterior» y que plantea sus demandas desde allí. «El
desafío es abordar la sensación de marginación de ellos sin comprometer nuestros
principios políticos básicos» (las bastardillas son mías).[15]
En
realidad, el desafío no consiste en vérselas con ellos/nosotros sino con las
posiciones histórica y temporalmente separadas que las minorías ocupan de manera
ambivalente dentro del espacio de la nación. El esquema de evaluación de
Taylor, que sitúa la presunción de igualdad y el reconocimiento del valor (el
antes y el después del juicio liberal) en la longue durée de las grandes
culturas nacionales y nacionalizadoras, es de hecho antitético con el híbrido
bajtiniano, que socava justamente esas pretensiones de totalización cultural: «El
(...) híbrido no sólo se proclama y acentúa doblemente (...) sino que también
tiene un doble lenguaje; puesto que
en él no sólo hay (o hay no
tanto) dos conciencias individuales, dos voces, dos acentos, sino
[duplicaciones de] conciencias socio-lingüísticas, dos épocas (...) que se
reúnen y luchan conscientemente en el territorio de la enunciación (...) Se
trata de la colisión de puntos de vista diferenciados sobre el mundo que están
inmersos en estas formas (...) esos híbridos inconscientes fueron al mismo
tiempo profundamente productivos en el plano histórico: están preñados de
nuevas cosmovisiones potenciales, nuevas "formas internas" de
percibir el mundo en palabras».[16]
En rigor, Bajtin hace
hincapié en un espacio de enunciación donde la negociación de la duplicidad
discursiva —con lo cual no aludo a dualidad o binarismo— engendra un
nuevo acto de habla. En mi propia obra desarrollé el concepto de hibridez para
describir la construcción de la autoridad cultural en condiciones de
antagonismo o inequidad política. Las estrategias de hibridación revelan un movimiento
de extrañamiento en la inscripción «autorizada» y hasta autoritaria del signo
cultural. Cuando el precepto intenta objetivarse como un conocimiento
generalizado o una práctica normalizadora hegemónica, la estrategia o discurso
híbrido abre un espacio de negociación donde el poder es desigual pero su
articulación puede ser equívoca. Dicha negociación no es ni asimilación ni
colaboración, y hace posible el surgimiento de una agencia «intersticial» que
rechaza la representación binaria del antagonismo social. Las agencias híbridas
encuentran su voz en una dialéctica que no busca la supremacía o soberanía cultural.
Despliegan la cultura parcial de la cual surgen para construir visiones de
comunidad y versiones de memoria histórica que dan forma narrativa a las
posiciones minoritarias que ocupan; el afuera del adentro: la parte en el todo.
En la novela Beloved (1987)
de Toni Morrison, el conocimiento cultural y comunal aparece como una especie
de amor a sí mismo que es también amor al «otro». Es un amor ético en el cual
el «fuero íntimo» del sujeto está habitado por la «referencia radical y anárquica
al "otro"».[17]
Este conocimiento es visible
en los intrigantes capítulos en que Sethe, Beloved y Denver celebran una
ceremonia de reivindicación y nominación a través de subjetividades transversales
e intersticiales: «Beloved, ella es mi hija», «Beloved es mi hermana», «yo soy
amada [beloved] y ella es mía».[18]
Las
mujeres hablan en lenguas, desde un espacio al estilo de una fuga «en medio de
una y otra», que es un espacio comunal. Ellas exploran una realidad
«interpersonal»: una realidad social que aparece dentro de la imagen poética
como si estuviera entre paréntesis, estéticamente distanciada, detenida pero
enmarcada en la historia.
Es difícil transmitir el
ritmo y la improvisación de esos capítulos, pero es imposible no verlos en la sanación
de la historia, una comunidad recuperada en la construcción de un nombre. Como
escribí en otra parte: «¿Quién es Beloved?
«Ahora entendemos. Es la hija que
vuelve a Sethe para que su espíritu ya no carezca de hogar.»
¿Quién es Beloved?»
Ahora podemos decir: es la hermana que vuelve a Denver, y trae la esperanza del
retorno de su padre, el fugitivo que murió en su huida.
«¿Quién es Beloved?»
Ahora
lo sabemos: es la hija nacida del amor asesino que vuelve al amor y al odio y
se libera. Sus palabras están rotas, como las personas linchadas con el cuello
roto, desencarnarlas, como los niños muertos que perdieron sus lazos. Pero no hay
confusión en lo que dicen sus palabras encendidas cuando surgen de los muertos,
a pesar de su sintaxis extraviada y su presencia fragmentaria.»
"Mi rostro
llega debo tenerlo busco la unión estoy amando mi rostro tanto quiero unirme
estoy amando mi rostro tanto mi rostro oscuro está cerca de mí quiero
unirme"».[19]
La idea de que la historia
se repite, por lo común tomada como un pronunciamiento sobre el determinismo
histórico, surge con frecuencia en los discursos liberales cuando fracasa el
consenso y las consecuencias de la inconmensurabilidad cultural hacen del mundo
un lugar difícil. En esos momentos se supone
que el pasado retorna, con enigmática puntualidad, para hacer que los
«acontecimientos» sean intemporales, y transparente la narración de su
surgimiento.
¿Sobrellevamos mejor la realidad de «ser contemporáneos», sus
conflictos y crisis, sus pérdidas y laceraciones, si dotamos a la historia de
una prolongada memoria que luego interrumpimos o sobresaltamos con nuestra propia
amnesia? ¿Cómo nos permitimos olvidar —nos decimos— que la violencia
nacionalista entre hindúes y musulmanes está apenas bajo la superficie de la
modernidad secular de la India? ¿No deberíamos haber «recordado» que las
antiguas tribus balcánicas volverían a formarse?
Estas preguntas acentúan una
observación que es cada vez más un lugar común: el ascenso de los
«fundamentalismos» religiosos, la difusión de los movimientos nacionalistas, las
redefiniciones de las reivindicaciones de la raza y la etnicidad, sostienen
algunos, nos han devuelto a un movimiento histórico anterior, un resurgimiento
o una nueva puesta en escena de lo que los historiadores llamaron el largo
siglo XIX. Subyace a esta afirmación un desasosiego más profundo, el miedo a
que el motor de la transformación social ya no sea la aspiración a una cultura democrática
común. Hemos entrado en una atribulada era de la identidad, en la cual el intento
de conmemorar el tiempo perdido y recuperar territorios perdidos crea una cultura
de «grupos de interés» o movimientos sociales dispares.
Hoy la afiliación puede ser
antagónica y ambivalente; la solidaridad puede ser sólo situacional y
estratégica: los elementos comunes se negocian a menudo a través de la
«contingencia» de intereses sociales y reivindicaciones políticas.
Las narrativas de
reconstrucción histórica pueden rechazar esos mitos de transformación social:
la memoria comunitaria puede buscar sus significados por medio de una
percepción de la causalidad compartida con el psicoanálisis, que negocia la
recurrencia de la imagen del pasado y, a la vez, mantiene abierta la cuestión
del futuro. La importancia de esa retroacción estriba en su aptitud para reinscribir
el pasado, reactivarlo, resituarlo, resignificarlo. Más importante, compromete
nuestra comprensión del pasado y nuestra reinterpretación del futuro con una ética
de la «supervivencia» que nos permita abrirnos paso a través del presente. Y
ese abrirse paso, esa elaboración, nos libera del determinismo de la repetición
de la inevitabilidad histórica sin una diferencia. Nos posibilita
enfrentarnos con esa difícil línea divisoria, la experiencia intersticial entre
lo que consideramos la imagen del pasado y lo que está en realidad implicado en
el transcurrir del tiempo y el paso del sentido.
Agradecimientos
Este artículo rinde honores
a los participantes de mi seminario y a mis colegas de la School of Criticism and Theory, Dartmouth, 1993, sin cuyo
aliento y apoyo no habría adoptado la forma que tiene.
[1]
En inglés «alities»; el autor se refiere a las palabras terminadas en «ality»
comunes en el discurso de la crítica cultural, por ejemplo technicality (tecnicismo),
externality (factor externo o externalidad) o internality (factor
interno o internalidad). (N. del T.)
[2] T. S. Eliot, Notes towards the
Defmition of Culture, Nueva York: Harcourt Brace, 1949, pág. 62. [Notas
para la definición de la cultura, Barcelona:
Bruguera, 1984.]
[3]
Ibid., págs. 63-4.
[4] 3 Jürgen Habermas, «The normative
contení of modernity», en The Philosophical Discourse of Modernity, traducción
de Frederick G. Lawrence, Cambridge, Mass: The MIT Press, 1987, pág. 348. [El
discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus, 1991.]
[5]
Ibid.
[7] 6 Bernard Williams, Ethics and
the Limits of Philosophy, Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1985,
pág. 116. [La ética y los límites de la filosofía, Caracas: Monte
Avila, 1997.]
[8] 7 Etienne Balibar, «Paradoxes
oí universality», en David Theo Goldberg, ed., Anatomy ofRacism, Minneápolis
y Oxford: University of Minnesota Press, 1990, pág. 284.
[11]
Véase Homi K. Bhabha, «Race, time, and the revisión of modernity», en The
Location of Culture, Londres: Routledge, 1994. [«"Raza",
tiempo y la revisión de la modernidad», en El lugar de la cultura, Buenos
Aires: Manantial, 2002.]
[12]
Frantz Fanón, Black Skin, White
Masks, traducción de Charles Lamb Markmann, Nueva York: Grove Weidenfeld,
1967, págs. 121-2. [Piel negra, máscaras blancas, Buenos Aires:
Schapire, 1974.]
[13]
Charles Taylor, Multiculturalism and «The Politics of Recognition», Princeton:
Princeton University Press, 1992, págs. 66-7 (las bastardillas son
mías). [El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», México:
Fondo de Cultura Económica, 1993.]
[14] Nicos Poulantzas, State Power and
Socialism, traducción de Patrick
Camiller, Londres: New Left Books, 1978, pág. 110. [Estado, poder y
socialismo, Madrid: Siglo XXI, 1980.]
[15]
Taylor, Multiculturalism, op. cit., pág.
63.
[16] 15 Mikhail Bajtin, «Discourse in
the novel», en Michael Holquist, ed. The Dialogic Iniagination, traducción
de Caryl Emerson y Michael Holquist, Austin: University of Texas Press, 1981,
pág. 360.
[17] 16 Véase Emmanuel Levinas, «Reality
and its shadow», en Collected Philosophical Papers, traducción de
Alphonso Lingis, Dordrecht (Holanda) y Boston: Martinus Nijhoff, 1987, págs. 1-13.
[La realidad y su sombra, Madrid: Trotta, 2001.]
[18] 17 Toni Morrison, Beloved, Nueva
York: Plume/NAL, 1987, págs. 200-17. [Beloved, Barcelona:
Ediciones B, 1995.]
[19] 18 Véase Homi K. Bhabha, «The
home and the world», Social Text 10(2/3), 1992, págs. 141-53,
donde desarrollo con más amplitud esta línea de argumentación con respecto a Beloued,
de Morrison.
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