jueves, 20 de diciembre de 2012

CONTRIBUCIÓN A LA PROBLEMÁTICA ENTRE CULTURAS

Una discusión que se apagó y que hay que encender de nuevo 

Al revisar la lista de lecturas que cita el diplomado que mi querida amiga Aída Torres me manda desde Valparaiso, encuentro una bellísima contribución que hace Homi K. Bhabha sobre la problemática cultural. Sin duda que para el estudio del patrimonio ya construido y su consecuente conservación, este es un capítulo importante. Pero si lo trasladamos a mi país, donde se pretende una revolución cultural, por lo menos anunciada, el asunto que siempre se despliega en el espacio que queda entre las culturas que se confrontan, los conceptos que se han esgrimido, los puentes que se pretenden o que se cortan, son todos desafíos que hay que empezar a plantear. Ahora recién comprendo por qué declara Simón Yampara que no cree en la multiculturalidad o cómo es que occidente se entrampa en los conceptos y no puede salir libremente de sus extensiones
Que mejor tema para esta fecha emblemática que dar a conocer esta contribución que aparece en el libro: Cuestiones de Identidad Cultural compilado por Stuart Hall y Paul du Gay de Amarrortu Editores del año 1996.


4. El entre-medio de la cultura
Homi K. Bhabha


Un cambio reciente en la escritura de la crítica cultural ha hecho que la prosa resulte más sencilla, menos adornada con la utilería de la puesta en escena de la argumentación.
Donde antaño las «citas amedrentadoras» engalanaban el texto con la frecuencia de las guirnaldas en una boda india, hoy las celebraciones semióticas y posestructuralistas guardan mayor sobriedad. Los «ismos» y las «idades»[1] —esas colas que meneaban el dogma de la religión crítica— ya no dan origen a nuevos paradigmas o problemáticas. La muerte del autor o el entierro de la intención son sucesos que no provocan más escándalo que la visión de una carroza fúnebre en un suburbio de Palermo.
Las prácticas críticas que procuraban destotalizar la realidad social demostrando las micrologías del poder, los diversos lugares de enunciación del discurso, el desprendimiento y deslizamiento de los significantes, han quedado súbitamente inermes.
Tras haber relajado la vigilancia, con la esperanza, quizá, de que los modos intelectuales que intentábamos promover hubieran pasado al discurso común de la crítica, ahora nos sorprenden con la guardia baja. Privados de nuestros recursos escénicos, se nos pide que encaremos sin ambages toda la realidad de la idea de «Cultura»: el concepto cuya dominación creíamos haber disuelto en el lenguaje de las prácticas significantes y las formaciones sociales. Este no es un orden del día elegido por nosotros; los términos del debate ya están prefijados, pero en medio de las guerras culturales y las maniobras en torno del canon no podemos escondernos bajo las faldas de la aporía y protestar histrióricamente que no hay nada fuera del texto. En estos días, cualquiera sea el lugar hacia el que dirija la vista, me descubro mirando a los ojos a un oficial de reclutamiento —a veces se parece a Dinesh D'Souza, otras a Robert Hughes—, que me observa intensamente y dice: «¡La civilización occidental te necesita!». Al mismo tiempo, una débil vocecita dentro de mí susurra: «¡La teoría crítica también te necesita!».
Lo que hoy está en discusión no es la noción arnoldiana esencializada o idealizada de la «cultura» como un montaje arquitectónico de lo hebreo y lo helénico. En medio de las guerras multiculturales nos encontramos sorprendentemente más cerca de una idea de Notes towards the Definition of Culture, en la que T. S. Eliot demuestra una cierta inconmensurabilidad, una necesaria imposibilidad, cuando se trata de pensar la cultura. Enfrentado a la fatal noción de una cultura europea autónoma y a la idea absurda de una cultura incontaminada en un solo país, Eliot escribe: «Nos vemos, por lo tanto, en la urgencia de mantener el ideal de una cultura mundial, pero admitimos a la vez que somos incapaces de imaginarla. Sólo podemos concebirla como el término lógico de las relaciones entre culturas».[2]  La fatalidad de pensar las culturas «locales» como incontaminadas o autónomas nos obliga a concebir culturas «globales», algo que en sí mismo es inimaginable.
¿Qué clase de lógica es esta?
Me parece significativo que Eliot, en este punto irresoluble de su argumento, apele a la problemática de la migración colonial. Aunque escribe en líneas generales sobre las sociedades coloniales en términos de los colonizadores, sus palabras tienen una resonancia irónica en la condición contemporánea de la migración tercermundista: «Las migraciones de los tiempos modernos (...) se trasplantaron de acuerdo con cierta determinación social, religiosa, económica o política o alguna mezcla peculiar de estas.
Por lo tanto, hubo en los desplazamientos algo de naturaleza análoga al cisma religioso. La gente llevó consigo sólo una parte de la cultura total (...) La cultura que se desarrolla en el nuevo suelo debe ser, en consecuencia, desconcertantemente parecida y diferente de la cultura madre: se complicará a veces debido a las relaciones de todo tipo que se establezcan con alguna raza nativa y, además, a causa de la inmigración que no proceda de la fuente original. De este modo, aparecen tipos singulares de simpatía y choque entre culturas».[3]
Esta cultura «en parte», esta cultura parcial, es el tejido contaminado pero conectivo entre culturas: a la vez imposibilidad de la inclusividad de la cultura y límite entre ellas. Se trata de algo así como el «entre-medio» [«In-between»] de la cultura, desconcertantemente parecido y diferente.
Para alistarnos en la defensa de esta naturaleza «no doméstica», migratoria y parcial de la cultura debemos dar nueva vida al significado arcaico de «lista» [«list»] como «límite» o «frontera». Una vez hecho esto, introducimos en las polarizaciones de liberales y liberacionistas la idea de que la traducción de culturas, ya sea asimiladora o agonística, es un acto complejo que genera afectos e identificaciones fronterizos, «tipos singulares de simpatía y choque entre culturas». La singularidad de la presencia parcial y hasta metonímica de las culturas radica en la articulación de las divisiones sociales y desarrollos desiguales que perturban el auto reconocimiento de la cultura nacional, sus horizontes ungidos de territorio y tradición.
El discurso de las minorías, defendido y atacado en las guerras multiculturales, propone un sujeto social constituido mediante la hibridación cultural, la sobre determinación de las diferencias comunitarias o grupales y la articulación de la semejanza desconcertante y la divergencia trivial.
Estas negociaciones fronterizas de diferencia cultural a menudo violan el compromiso profundo del liberalismo con la representación de la diversidad cultural como elección plural. Los discursos liberales sobre el multiculturalismo experimentan la fragilidad de sus principios de «tolerancia» cuando intentan refrenar el apremio de la revisión. Al abordar la demanda multicultural, tropiezan con el límite de su noción consagrada de «igual respeto»; y reconocen con ansiedad la reducción de la autoridad del Observador Ideal, una autoridad que supervisa los derechos (e ideas) éticos de la perspectiva liberal desde la plataforma superior de los autobuses de Clapham. Al contemplar los compromisos de la cultura liberal tardía con la cultura migratoria y parcial de las minorías, debemos modificar nuestra percepción del terreno donde podemos comprender mejor los debates. En este caso, nuestra comprensión teórica —en su sentido más general— de la «cultura como diferencia» nos permitirá captar la articulación del espacio y el tiempo fronterizos y no domésticos de la cultura.
¿Dónde podría encontrarse esta comprensión?
Pese a su susceptibilidad al consenso, por la cual es tan criticada, la obra de Jürgen Habermas sugiere algo del asediado terreno de la cultura frente a la diferenciación social. Una vez que renunciamos al sentido universalizador del «sujeto autorreferencial en gran escala, que engloba a todos los sujetos individuales», indica Habermas, la riesgosa búsqueda de consenso resulta en el tipo de diferenciación del mundo de la vida cuyos síntomas más evidentes son la pérdida de sentido, la anomia y las psicopatologías.[4] Como consecuencia, «las causas de las patologías sociales que antaño se agrupaban en torno del sujeto de clase se desmigajan hoy en contingencias históricas ampliamente fragmentadas».[5] El efecto de esta fragmentación —la diferencia migratoria, una vez más— produce las condiciones de una «red de intersubjetividad de tejido cada vez más fino, generada por el lenguaje. La racionalización del mundo de la vida implica una diferenciación y condensación a la vez, un engrasamiento de la red flotante de hilos intersubjetivos que al mismo tiempo mantienen unidos los componentes cada vez más marcadamente diferenciados de la cultura, la sociedad y la persona ».[6]
El multiculturalismo —un término comodín para designar desde el discurso de las minorías hasta la crítica poscolonial, desde los estudios gays y lésbicos hasta la ficción chicana— se ha convertido en el signo más cargado para describir las contingencias sociales fragmentadas que caracterizan la Kulturkritik contemporánea. Lo multicultural es ahora un «significante flotante» cuyo enigma está menos en sí mismo que en sus usos discursivos para señalar procesos sociales en los cuales la diferenciación y la condensación parecen producirse de manera casi sincrónica.
Para criticar los términos en este terreno ampliamente discutido y hasta contradictorio, es necesario hacer algo más que demostrar las inconsistencias lógicas de la posición liberal cuando debe enfrentarse a creencias racistas.
El conocimiento prejuicioso, racista o sexista, no corresponde a la «reflexividad» ética o lógica del sujeto cartesiano.
Se trata, como señaló Bernard Williams, de «una creencia que se pone en guardia contra la reflexión». Exige un «estudio de la irracionalidad en la práctica social (...) más detallado y sustantivo que las consideraciones esquemáticas de la teoría filosófica».[7] Los multiculturalistas comprometidos con la objetivación de las diferencias sociales y culturales dentro de un socius democrático deben vérselas con una estructura del «sujeto» constituida en el «campo proyectivo» de la alienación política.[8]  Como escribe Etienne Balibar, el lenguaje identificatorio de la discriminación funciona invirtiendo los términos: «la identidad racial/cultural de los "verdaderos nacionales" sigue siendo invisible, pero se infiere de (...) la visibilidad cuasi alucinatoria de los "falsos nacionales": judíos, "tanos", inmigrantes, indios, nativos, negros».[9]
Así construido, el conocimiento prejuicioso siempre es incierto y está en peligro, pues, concluye Balibar, «el hecho de que los "falsos" sean demasiado visibles nunca garantizará que los "verdaderos" lo sean lo suficiente».[10] Esta es una de las razones por las cuales los multi-culturalistas empeñados en constituir identidades minoritarias no discriminatorias no pueden hacerlo afirmando simplemente el lugar que ocupan o retornando a un origen o pretexto auténtico y «no marcado»: su reconocimiento exige la negociación de una peligrosa indeterminación, dado que la presencia demasiado visible del otro confirma al sujeto nacional auténtico pero nunca puede garantizar su visibilidad o verdad. La inscripción del sujeto minoritario en algún lugar entre lo demasiado visible y lo no suficientemente visible nos devuelve a la idea de la diferencia cultural y la conexión intercultural de Eliot como algo que está más allá de la demostración lógica. Y exige que el sujeto discriminado, aun en el proceso de su reconstitución, se sitúe en un momento presente que es temporariamente disyuntivo y efectivamente ambivalente. «Demasiado tarde. Todo está previsto, cuidadosamente considerado, demostrado, aprovechado al máximo. Mis manos trémulas no se afirman en nada: la veta está agotada. ¡Demasiado tarde!». Resulta claro que Franz Fanón habla desde esta brecha temporal[11]  en el lugar de la enunciación y la identificación, dramatizando el momento del reconocimiento racial. El sujeto o la comunidad discriminados ocupan un momento contemporáneo que es históricamente inoportuno, postergado para siempre. «Llegas demasiado tarde, extremadamente tarde. Siempre habrá un mundo —un mundo blanco— entre tú y nosotros (...) Frente a este anquilosamiento concreto (...) es comprensible que haya podido decidirme a lanzar mi grito negro. Poco a poco, extendiendo pseudópodos aquí y allá, segregué una raza».[12]
En contraste, la dialéctica liberal del reconocimiento llega, a primera vista, justo a tiempo. El sujeto del reconocimiento se ubica en un espacio sincrónico (como conviene al Observador Ideal) desde el cual vigila el campo de juego parejo que Charles Taylor define como la quintaesencia del territorio liberal: «la presunción de igual respeto» por la diversidad cultural. La historia nos ha enseñado, sin embargo, a desconfiar de las cosas que funcionan con puntualidad, como los trenes. No queremos decir que el liberalismo no reconoce la discriminación racial o sexual: estuvo a la vanguardia de esas luchas. Pero de su idea de la igualdad se desprende un problema recurrente: el liberalismo contiene un concepto no diferencial del tiempo cultural.
Cuando el discurso liberal intenta normalizar la diferencia cultural, convertir la presunción de igual respeto cultural en el reconocimiento de una igual valía cultural, no reconoce las temporalidades disyuntivas y «fronterizas» de las culturas minoritarias y parciales. La intención de compartir la igualdad es genuina, pero sólo en la medida en que partamos de un espacio históricamente congruente; el reconocimiento de la diferencia se siente con autenticidad, pero en términos que no representan las genealogías históricas, a menudo poscoloniales, que constituyen las culturas parciales de la minoría. 
Así lo expresa Taylor: «La lógica subyacente a algunas de estas exigencias [multiculturales] parece depender de la premisa de que debemos respetar por igual a todas las culturas (...) La implicación parece ser que (...) los juicios verdaderos de valor de diferentes obras pondrían a todas las culturas más o menos en un pie de igualdad. Desde luego, el ataque podría provenir de un punto de vista neo nietzscheano más radical que cuestionara el status mismo de los juicios de valor (...) Como presunción, se afirma que todas las culturas humanas que animaron sociedades enteras a lo largo de lapsos considerables tienen algo importante que decir a todos los seres humanos. Lo he expresado de este modo para excluir medios culturales parciales dentro de una sociedad, así como fases breves de una cultura  mayor».[13]
Y una vez más: «En el mero nivel humano, podríamos aducir la razonabilidad de suponer que las culturas que proporcionaron su horizonte de sentido a gran cantidad de seres humanos, de diversos caracteres y temperamentos, durante un período prolongado (...) tienen casi con seguridad algo que merece nuestra admiración y respeto» (las bastardillas son mías).
Naturalmente, la desestimación de culturas parciales y el énfasis en grandes cantidades y períodos prolongados están desfasados de las modalidades de reconocimiento de las culturas minoritarias o marginadas. El hecho de basar la presunción en «sociedades enteras a lo largo de lapsos considerables» introduce un criterio temporal que elide el presente disyuntivo y desplazado a través del cual la irrupción de las minorías interrumpe e interroga la pretensión de homogeneidad y horizontalidad de la sociedad democrática liberal. Pero esta noción de tiempo cultural funciona en otros planos, además del nivel de la semántica o el contenido. Veamos cómo sitúa este pasaje al observador: cómo permite a Taylor convertir la presunción de igualdad en juicio de valor. La cultura parcial y minoritaria hace hincapié en las diferenciaciones internas, los «cuerpos extraños» en medio de la nación, los intersticios de su desarrollo desigual y desparejo, que desmienten su carácter autónomo. Como lo sostiene brillantemente Nicos Poulantzas, el Estado nacional homogeneiza las diferencias controlando el tiempo social «por medio de una única medida homogénea, que sólo reduce las múltiples temporalidades (. . .) codificando las distancias entre ellas».[14]  Esta conversión del tiempo en distancia es observable en la forma como el argumento de Taylor produce un binario espacial entre las sociedades totales y parciales, un término como principio de la negación del otro. Se desautoriza la doble inscripción de la parte en el todo o la posición minoritaria como el afuera del adentro.
No obstante, algo de esta «parte en el todo», la minoría como liminalidad interna y a la vez «cuerpo extraño», se registra sintomáticamente en el discurso de Taylor. Su mejor descripción es el deseo de lo «dialógico», un término que este autor toma de Mijail Bajtin. Pero Taylor despoja a lo «dialógico» de su potencial de hibridación. El síntoma más revelador de ello es que a pesar de su «presunción de igualdad», siempre presenta la posición multicultural o minoritaria como una imposición procedente del «exterior» y que plantea sus demandas desde allí. «El desafío es abordar la sensación de marginación de ellos sin comprometer nuestros principios políticos básicos» (las bastardillas son mías).[15]  En realidad, el desafío no consiste en vérselas con ellos/nosotros sino con las posiciones histórica y temporalmente separadas que las minorías ocupan de manera ambivalente dentro del espacio de la nación. El esquema de evaluación de Taylor, que sitúa la presunción de igualdad y el reconocimiento del valor (el antes y el después del juicio liberal) en la longue durée de las grandes culturas nacionales y nacionalizadoras, es de hecho antitético con el híbrido bajtiniano, que socava justamente esas pretensiones de totalización cultural: «El (...) híbrido no sólo se proclama y acentúa doblemente (...) sino que también tiene un doble lenguaje; puesto que
en él no sólo hay (o hay no tanto) dos conciencias individuales, dos voces, dos acentos, sino [duplicaciones de] conciencias socio-lingüísticas, dos épocas (...) que se reúnen y luchan conscientemente en el territorio de la enunciación (...) Se trata de la colisión de puntos de vista diferenciados sobre el mundo que están inmersos en estas formas (...) esos híbridos inconscientes fueron al mismo tiempo profundamente productivos en el plano histórico: están preñados de nuevas cosmovisiones potenciales, nuevas "formas internas" de percibir el mundo en palabras».[16]
En rigor, Bajtin hace hincapié en un espacio de enunciación donde la negociación de la duplicidad discursiva —con lo cual no aludo a dualidad o binarismo— engendra un nuevo acto de habla. En mi propia obra desarrollé el concepto de hibridez para describir la construcción de la autoridad cultural en condiciones de antagonismo o inequidad política. Las estrategias de hibridación revelan un movimiento de extrañamiento en la inscripción «autorizada» y hasta autoritaria del signo cultural. Cuando el precepto intenta objetivarse como un conocimiento generalizado o una práctica normalizadora hegemónica, la estrategia o discurso híbrido abre un espacio de negociación donde el poder es desigual pero su articulación puede ser equívoca. Dicha negociación no es ni asimilación ni colaboración, y hace posible el surgimiento de una agencia «intersticial» que rechaza la representación binaria del antagonismo social. Las agencias híbridas encuentran su voz en una dialéctica que no busca la supremacía o soberanía cultural. Despliegan la cultura parcial de la cual surgen para construir visiones de comunidad y versiones de memoria histórica que dan forma narrativa a las posiciones minoritarias que ocupan; el afuera del adentro: la parte en el todo.
En la novela Beloved (1987) de Toni Morrison, el conocimiento cultural y comunal aparece como una especie de amor a sí mismo que es también amor al «otro». Es un amor ético en el cual el «fuero íntimo» del sujeto está habitado por la «referencia radical y anárquica al "otro"».[17]
Este conocimiento es visible en los intrigantes capítulos en que Sethe, Beloved y Denver celebran una ceremonia de reivindicación y nominación a través de subjetividades transversales e intersticiales: «Beloved, ella es mi hija», «Beloved es mi hermana», «yo soy amada [beloved] y ella es mía».[18]  Las mujeres hablan en lenguas, desde un espacio al estilo de una fuga «en medio de una y otra», que es un espacio comunal. Ellas exploran una realidad «interpersonal»: una realidad social que aparece dentro de la imagen poética como si estuviera entre paréntesis, estéticamente distanciada, detenida pero enmarcada en la historia.
Es difícil transmitir el ritmo y la improvisación de esos capítulos, pero es imposible no verlos en la sanación de la historia, una comunidad recuperada en la construcción de un nombre. Como escribí en otra parte: «¿Quién es Beloved?
 «Ahora entendemos. Es la hija que vuelve a Sethe para que su espíritu ya no carezca de hogar.»
¿Quién es Beloved?»
 Ahora podemos decir: es la hermana que vuelve a Denver, y trae la esperanza del retorno de su padre, el fugitivo que murió en su huida.
«¿Quién es Beloved?»
 Ahora lo sabemos: es la hija nacida del amor asesino que vuelve al amor y al odio y se libera. Sus palabras están rotas, como las personas linchadas con el cuello roto, desencarnarlas, como los niños muertos que perdieron sus lazos. Pero no hay confusión en lo que dicen sus palabras encendidas cuando surgen de los muertos, a pesar de su sintaxis extraviada y su presencia fragmentaria.»
 "Mi rostro llega debo tenerlo busco la unión estoy amando mi rostro tanto quiero unirme estoy amando mi rostro tanto mi rostro oscuro está cerca de mí quiero unirme"».[19]
La idea de que la historia se repite, por lo común tomada como un pronunciamiento sobre el determinismo histórico, surge con frecuencia en los discursos liberales cuando fracasa el consenso y las consecuencias de la inconmensurabilidad cultural hacen del mundo un lugar difícil. En esos momentos se supone que el pasado retorna, con enigmática puntualidad, para hacer que los «acontecimientos» sean intemporales, y transparente la narración de su surgimiento.
 ¿Sobrellevamos mejor la realidad de «ser contemporáneos», sus conflictos y crisis, sus pérdidas y laceraciones, si dotamos a la historia de una prolongada memoria que luego interrumpimos o sobresaltamos con nuestra propia amnesia? ¿Cómo nos permitimos olvidar —nos decimos— que la violencia nacionalista entre hindúes y musulmanes está apenas bajo la superficie de la modernidad secular de la India? ¿No deberíamos haber «recordado» que las antiguas tribus balcánicas volverían a formarse?
Estas preguntas acentúan una observación que es cada vez más un lugar común: el ascenso de los «fundamentalismos» religiosos, la difusión de los movimientos nacionalistas, las redefiniciones de las reivindicaciones de la raza y la etnicidad, sostienen algunos, nos han devuelto a un movimiento histórico anterior, un resurgimiento o una nueva puesta en escena de lo que los historiadores llamaron el largo siglo XIX. Subyace a esta afirmación un desasosiego más profundo, el miedo a que el motor de la transformación social ya no sea la aspiración a una cultura democrática común. Hemos entrado en una atribulada era de la identidad, en la cual el intento de conmemorar el tiempo perdido y recuperar territorios perdidos crea una cultura de «grupos de interés» o movimientos sociales dispares.
Hoy la afiliación puede ser antagónica y ambivalente; la solidaridad puede ser sólo situacional y estratégica: los elementos comunes se negocian a menudo a través de la «contingencia» de intereses sociales y reivindicaciones políticas.
Las narrativas de reconstrucción histórica pueden rechazar esos mitos de transformación social: la memoria comunitaria puede buscar sus significados por medio de una percepción de la causalidad compartida con el psicoanálisis, que negocia la recurrencia de la imagen del pasado y, a la vez, mantiene abierta la cuestión del futuro. La importancia de esa retroacción estriba en su aptitud para reinscribir el pasado, reactivarlo, resituarlo, resignificarlo. Más importante, compromete nuestra comprensión del pasado y nuestra reinterpretación del futuro con una ética de la «supervivencia» que nos permita abrirnos paso a través del presente. Y ese abrirse paso, esa elaboración, nos libera del determinismo de la repetición de la inevitabilidad histórica sin una diferencia. Nos posibilita enfrentarnos con esa difícil línea divisoria, la experiencia intersticial entre lo que consideramos la imagen del pasado y lo que está en realidad implicado en el transcurrir del tiempo y el paso del sentido.

Agradecimientos
Este artículo rinde honores a los participantes de mi seminario y a mis colegas de la School of  Criticism and Theory, Dartmouth, 1993, sin cuyo aliento y apoyo no habría adoptado la forma que tiene.




[1] En inglés «alities»; el autor se refiere a las palabras terminadas en «ality» comunes en el discurso de la crítica cultural, por ejemplo technicality (tecnicismo), externality (factor externo o externalidad) o internality (factor interno o internalidad). (N. del T.)
[2] T. S. Eliot, Notes towards the Defmition of Culture, Nueva York: Harcourt Brace, 1949, pág. 62. [Notas para la definición de la cultura, Barcelona: Bruguera, 1984.]

[3] Ibid., págs. 63-4.
[4] 3 Jürgen Habermas, «The normative contení of modernity», en The Philosophical Discourse of Modernity, traducción de Frederick G. Lawrence, Cambridge, Mass: The MIT Press, 1987, pág. 348. [El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus, 1991.]
[5] Ibid.
[6]  Ibid., pág. 346.
[7] 6 Bernard Williams, Ethics and the Limits of Philosophy, Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1985, pág. 116. [La ética y los límites de la filosofía, Caracas: Monte Avila, 1997.]
[8] 7 Etienne Balibar, «Paradoxes universality», en David Theo Goldberg, ed., Anatomy ofRacism, Minneápolis y Oxford: University of Minnesota Press, 1990, pág. 284.
[9] Ibid.
[10]  Ibid., pág. 285.
[11]  Véase Homi K. Bhabha, «Race, time, and the revisión of modernity», en The Location of Culture, Londres: Routledge, 1994. [«"Raza", tiempo y la revisión de la modernidad», en El lugar de la cultura, Buenos Aires: Manantial, 2002.]
[12]  Frantz Fanón, Black Skin, White Masks, traducción de Charles Lamb Markmann, Nueva York: Grove Weidenfeld, 1967, págs. 121-2. [Piel negra, máscaras blancas, Buenos Aires: Schapire, 1974.]
[13]  Charles Taylor, Multiculturalism and «The Politics of Recognition», Princeton: Princeton University Press, 1992, págs. 66-7 (las bastardillas son mías). [El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», México: Fondo de Cultura Económica, 1993.]
[14]  Nicos Poulantzas, State Power and Socialism, traducción de Patrick  Camiller, Londres: New Left Books, 1978, pág. 110. [Estado, poder y socialismo, Madrid: Siglo XXI, 1980.]
[15]  Taylor, Multiculturalism, op. cit., pág. 63.
[16] 15 Mikhail Bajtin, «Discourse in the novel», en Michael Holquist, ed. The Dialogic Iniagination, traducción de Caryl Emerson y Michael Holquist, Austin: University of Texas Press, 1981, pág. 360.
[17] 16 Véase Emmanuel Levinas, «Reality and its shadow», en Collected Philosophical Papers, traducción de Alphonso Lingis, Dordrecht (Holanda) y Boston: Martinus Nijhoff, 1987, págs. 1-13. [La realidad y su sombra, Madrid: Trotta, 2001.]
[18] 17 Toni Morrison, Beloved, Nueva York: Plume/NAL, 1987, págs. 200-17. [Beloved, Barcelona: Ediciones B, 1995.]
[19] 18 Véase Homi K. Bhabha, «The home and the world», Social Text 10(2/3), 1992, págs. 141-53, donde desarrollo con más amplitud esta línea de argumentación con respecto a Beloued, de Morrison.

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